Es una de mis nuevas versiones. Por alguna razón, ahora me emociono con las películas y las obras infantiles. Es probable que los guionistas estén apuntando eficazmente a mi alma de niña sensible. O, seguramente, que el alma alegre de mi hija me esté haciendo recordar el valor infinito de la imaginación y los sueños.
Me emocioné con «Mi Amigo el Dragón». Con la escena en la que el abuelo, su hija y su nieta descubren que no era fábula, que los dragones existen no solo en la fantasía. Que vuelan y duermen en algún lugar del bosque.
Me emocioné con «Mi Amigo el Gigante». Con las bolas de luz que guardan sueños de colores como tesoros y con la capacidad del gigante de mezclar esos sueños y hacerlos realidad en la cabeza y en la vida de niños, reyes y plebeyos.
Me emocioné con Zootopia. Con el triunfo del supuesto débil sobre el supuesto poderoso. Con el mensaje de «probarlo todo» hasta el final aunque la realidad parezca o sea adversa.
Me emocioné con «Poppy, guardiana de los sueños». Con la idea de que hay ángeles invisibles que ayudan a que no dejemos de soñar. En la obra, una chica vestida de hada azul me hizo llorar: «A ver papás… Cierren los ojos y compruébenlo. Van a ver que en algún lado quedaron. Piensen en el momento más feliz de sus vidas y se van a dar cuenta que ahí antes hubo un sueño». Los cerré y apareció la cara de Evangelina al lado de mi mamá, segundos después de nacer.
Ella sueña también. Despierta, con una bicicleta, patines, un set de pesca de Dory y su cumpleaños de 4 de la Doctora Juguetes. Dormida, con caramelos («Yo quiero comer caramelos!!!) y con sus amigos (supongo): «¡Chau, chau chicos! ¿Gracias a todos!» susurró una de las últimas madrugadas.
Eva siempre me hace reir. El día del hada azul me sequé las lágrimas en la oscuridad y le dije al oído que nunca deje de soñar. Ella asintió con vehemencia pero siguió en su mundo, sin dejar de mirar el escenario. El show siempre continúa y mi hija no se queda nunca detenida en mi nostalgia.