Retrato de familia

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Eva juega a la familia clásica. Suele armar una imagen de tres en su cabeza -y en la casa- y a veces hasta suma hermanos. La observación de nuestra realidad y de otras realidades es evidentemente uno de sus dones. La descubro seguido observando lo que pasa a su alrededor.

– «Mamá, vos sos el papá, yo soy la mamá y Agustina -una de sus muñecas- es el bebé.»
– «Dale, hijita.» (¿Intento poner voz gruesa?)

Ella maneja la batuta. Agarra el bebé y le da de comer. Hasta que se cansa y me lo pasa (se lo pasa al «papá»).

– «Ahora te toca a vos.»

Otras veces va más allá. Proyecta una familia «tipo» en sus muñecos.

– «Mamá, Mickey es el papá, Minnie es la mamá, Agustina es el bebé y Alejandro, el hipopótamo de peluche, el hermano.»

La vida en su imaginación corre por un carril distinto a lo que, por ahora, pasa y nos pasa todos los días. Muchas veces me siento culpable por no enamorarme otra vez. Siempre me fue difícil y ahora más. Sé que es un error pero me entristece más por ella que por mí.

Mientras tanto, otra postal de la realidad: el papá de Eva hace rato que no llama. ¿O será que se perdió porque me hartaron sus comentarios, lo bloqueé en el whatsapp y tiene que gastar plata para comunicarse? Seguramente.

Más allá de todo, Eva hilvana sus piezas y las pone en su lugar.

– «Hija, ¿querés hablar con tu papá? Lo llamo si vos querés…» (la culpa, siempre la culpa)
– «No quiero, mamá.»
– «Listo, lo que vos necesites hija ¿Te acordás como se llama?»
– «Sí, Amadou. Y está en su casa.»

Contrafuerzas

Es un domingo lluvioso. Con Evangelina volvimos de un cumpleaños y de gastar algunas fichas en máquinas que te dan caramelos y calabazas que comen pelotas y te premian con tickets.

Eva durmió la siesta y yo la seguí. Una hora después se despertó llorando y llamándome. Si alguna vez sufrí por amor nada es comparable con el dolor que te provocan las lágrimas -aunque sean efímeras- de un hijo.

– «Me duele la panza, mamá.»
– «Tranquila, hija. Ya va a pasar.»
– «Pero me duele.»
– «No te preocupes. Vamos al doctor.»

Armé el bolso con su muda y la cargué en una queja en el primer taxi que apareció bajo la lluvia rumbo a la guardia más cercana.

«Su hija está bien, señora. Capaz esté incubando algo. Que haga dieta», diagnosticó como un loro (amargo) la pediatra de turno. Volvimos cantando y al rato Eva estaba un poco mejor.

Un hijo descubre descarnadamente lo que llevás adentro. Lo bueno y lo malo.

El domingo tuve miedo. Lo conozco bien pero con Eva fue cambiando de cara. Aparece de repente como un vendaval, creo que me va a paralizar pero no, de algún lado (¿la cabeza?) sigue saliendo una contrafuerza que lo vence.

Antes el vendaval era más fuerte y la contrafuerza más débil. Me recuerdo una madrugada helada cuando Evangelina tenía apenas cuatro meses. Acariciándola le descubrí una bolita en la nuca. El miedo se transformó en terror, la arropé para ir al polo y me subí a otro taxi. Eran más de las 3.

La bolita resultó ser una glándula típica de los cueros cabelludos grasos. Nunca me voy a olvidar la cara entre compasiva e incrédula del médico. Fue mi episodio más extremo.

Ver a Eva desganada siempre me preocupa. Nos pasa a todas las mamás, ¿no? Quizá sea un exceso de preocupación. Debo aceptar que también en situaciones habituales me autocontrolo para dejarla andar y no transmitirle mis limitaciones. Lo viví hace poco cuando se tiraba bomba en las piletas colombianas. Por dentro lo sufrí, por fuera la aplaudí. Nunca me tiré bomba en mi vida.

Es miércoles y siguen las pruebas de resistencia. Acabamos de volver de Lomas de la casa de mis papás. Anoche se incendió el segundo piso de mi edificio y mi departamento se llenó de humo.

Eva salió entre las nubes por las escaleras. Lili, la señora que la cuida, me contó que llorisqueó un poco pero que ayudó más. Que bajó sola cuatro pisos de su mano en la oscuridad hasta que en el segundo la agarró a upa un policía. ¡Bienvenida tu contrafuerza, hijita!

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De principios y finales

El tiempo define.

10 de julio de 2012, Atenas.

– «Voy a llorar todo lo que tenga que llorar. El último viaje me contuve y me agarró pánico en el avión…»

– «No llores. Yo también estoy mal y vamos a terminar llorando los dos. Prometémelo y te lo prometo. Nos vamos a volver a ver»

Por supuesto se lo prometí y lloré. Lloré mucho. Estábamos sentados en un moderno asiento en la puerta del aeropuerto Elefthérios Venizélos. Era Verano en Atenas. Y ahí estábamos los dos, mirándonos con profunda tristeza.

Antes de subir al avión, le prometí también a Atenas que un día iba a volver. Ya sentada, empecé a escribir nombres de futuros hijos en un libro y la angustia paró. No hubo pánico. No sabía que estaba embarazada. Tal vez ya desde algún lugar, Evangelina detenía el dolor y me llenaba de alegría. Como ahora.

10 de julio de 2016, Buenos Aires.

Es un domingo invernal y Eva duerme. Tengo el recuerdo de ayer. Mi hija «debutando» con un karaoke a capella en el cumple de la tía Vani con uno de sus temas de cabecera: Libre Soy… Cerquita, el tío Rodo y su amigo Lucca. Fue un gesto de justicia de parte de Eva –pienso– compartir con ellos ese momento. Entre otras vivencias, Lucca le dio el primer beso y Rodo la cuida y quiere como si fuese un tío de sangre.

Eva se despierta y la casa brilla. Se prepara para ir a lo de uno de sus amigos. Quiere llevar el monopatín. Veo llamadas perdidas de su papá.

Desde el Día del Padre y, aunque estoy segura de que nunca leyó la carta que le escribí, Amadou llama día por medio y varias veces. Probablemente tenga celular nuevo. Usa más el whatsapp y puso una foto de las dos en su perfil. No es la primera vez que siento que quiere recuperar el tiempo perdido. Pero pasaron cuatro años y una eternidad desde el día del aeropuerto y ya es tarde. Eva escucha o le cuento de los llamados y le cuesta atenderlo y yo ya no necesito hablar más con él.

En estos días mi hija siguió aprendiendo que en la vida se gana y se pierde. Perdió en un juego en el que siempre gana. También lloró pero dos segundos después volvió a sonreir.

Creo que también ya sabe agradecer y contener al otro sin estruendos. Cuando hace unos días le contaba bajito a otra amiga que se habían terminado las palabras con Amadou, que el final había llegado, ella dejó por un minuto sus masas y sin mediar palabras, me abrazó.

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