Besos por celular

Te levantaste mil veces en la noche porque escuchaste a tu hija toser y pedir por vos. Ella da vueltas en su cama y vos también al mismo tiempo en la tuya. Como una especie de cordón umbilical invisible que se mantiene ¿Es ella la que está inquieta o sos vos la que le transmitís la inquietud de tus últimos días de sombras?

Charlaste a la mañana de tus valores esenciales con la señora que la cuida. «Viste que muchos chicos tienen maldad… Yo no quiero que Eva sea mala. Por otra parte, no me saldría inculcarle que lo fuera», le decís. Concluís que lo mejor es enseñarle que se corra frente a las agresiones. Que no insista en convencer a los malos de que sean buenos. Que al pibe que el domingo le susurró «maricona» en un cumpleaños le diga primero que no la moleste más y que, si sigue, lo frize.

Camino a terapia te encontrás con una amiga que hace rato no veías. Se conecta con lo que le contás y te habla del libro «Mujeres que corren con los lobos». Lo tenés en tu biblioteca. Pensás en leerlo. Capaz sea el momento.

En el subte, escuchás a un cantante peruano ciego que bromea por el partido con Argentina. Un muchacho le saca fotos con admiración. ´Contame por qué te dicen Feliciano…’, se ríe con calidez. Resignificás la oscuridad.

Llegás a la psicóloga y salís 45 minutos después de lagrimear bastante. Te llevás algunas máximas renovadas: “no existe la mamá perfecta ni un antídoto para que tu hija no sufra. No pudiste darle el padre que imaginaste pero es superable”.

Estás más liviana. Le preguntás a la señora que cuida a tu hija cómo se levantó porque dormía cuando te fuiste. Te dice que le hizo una nebulización corta como le pediste y que está patinando. Te manda su foto con patines y vos le mandás una tuya en el colectivo yendo a trabajar.

Pensás que todo marcha musicalmente, que hacés lo que podés…

Y llega el amor de tu hija en un mensaje y no hay pensamiento ni sentimiento que lo opaque.

Y ahí brillás y sonreís.