La felicidad en un instante

Son más de las cuatro y media y salgo como una tromba del trabajo para buscar a Eva. Ella sale puntualmente a las cinco y diez del jardín y Constitución no está tan cerca de Once cuando tenés poco tiempo.

Hace calor. El poncho invernal sobra. Trepo al subte corriendo. Y corro por los pasillos hasta hacer la combinación. No me sobra el aire pero tampoco me falta. Respiro hondo y sigo. Son excepcionales las veces que puedo ver a mi hija salir de la escuela. Tengo que llegar.

5.02 p.m. Estación Congreso. Veo a un señor con turbante y a una nena de la edad de Evangelina haciéndole morisquetas a otro señor de barba. Eva también lo hace. A veces le saca la lengua a los desconocidos que insisten con caerle en gracia y terminan molestándola.

5.05 p.m. Estación Alberti. Estoy cerca. Subo las escaleras. Cruzo Rivadavia y registro el caos de tránsito y los puestos de juguetes, ropa, electrónica… y personas y personas caminando apuradas para llegar rápido a algún lugar. Como yo.

5.09 p.m. Esquina del colegio. Veo a algunos chicos caminando con uniforme. Ya salió la sala de 2. Desde lejos diviso a las mamás de los amigos de mi hija charlando. No salieron todavía. Se sorprenden cuando me ven. Las saludo, quieren hablarme, les pido disculpas y las atravieso como un rayo. «¡Perdón! No vengo seguido y quiero verla salir». Me entienden. Respiro un poco. Estoy transpirando. En la puerta está Lili, la señora que cuida a Eva, ya una especie de abuela postiza. «Pensé que no llegabas»… «Yo también…».

5.10 p.m. Justo a tiempo. A través de la puerta transparente veo los rulos de mi hija bajando la escalera y ya no veo a nadie más. Me pasó pocas veces: el amor hace que vea solo a quien amo y desaparezca el resto. Eva está en su mundo como siempre. Observa. Sube y baja los escalones. No se cansa nunca, pienso. Juega con sus compañeros. Me ve.

Dicen que la felicidad es un instante. Mi instante de ayer fue ese instante. Mi hija empezó a saltar haciéndole honor a la sala Canguros y a señalarme. Después, fue haciéndose espacio hasta llegar a la puerta transparente y nada la detuvo: ¡¡¡¡Mamaaaaaaaaaaaaaaaaaá!!!!!

Recuerdo su cara al alzarla con una expresión que no puedo definir con palabras. Después, en mi nebulosa de amor, saludé a un hombre que se me acercó y me dijo que era el papá de Sofía, una de las mejores amigas de Eva. También a la mamá de Dante que, como ya sabe que a mi hija le gusta cocinar, la invitó a hacer spaguettis pronto. Nos fuimos entre voces pequeñas gritándole desde algún lado «Chau Eva». Ella me pidió caballito y nos fuimos cantando.

Durante un largo rato sonrió. Sonreímos. Como en otros momentos únicos, quizá ella también haya tenido un instante de felicidad.

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