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Llega el ascensor. Subo dos valijas, un bolso térmico, la guitarra nueva de Eva y cinco cajas de sandwiches. Eva ayuda. «¡Agarrá el bolso celeste, hijita! ¿Podés?» «Sí, mamá» «¡Chau casita!» Nos espera el auto. Arrancamos a los 10 minutos.

A las 15 cuadras se sube mi amiga Vanina. Llenamos el baúl con tortas que no corren riesgos. El bolso térmico se completa con una «sorpresa» que Vani no quiere develar hasta el final del cumpleaños de Eva.

Me llegan fotos al celular desde Temperley. Mi hermano Gastón y mi cuñada Carla coparon la cocina de mis viejos con cajones de bebidas. Mi hermana Soledad me escribe que llega un poco más tarde porque tuvo un alumno de inglés.

El viaje es rápido. Llegamos al sur. Descargamos todo en el salón. Paramos para comer en lo de mis viejos y seguimos. Eva se queda con mi mamá y sus primas que hace rato la esperaban. Salvo Pía que viene a ayudar.

El salón es más que un salón. Es la sociedad de fomento a la que íbamos de chicos con mi abuela Carmen. Potreábamos e izábamos banderas los días patrios. El lugar cambió muchísimo y, sin embargo, cada vez que traspaso su puerta es como si mi abuela volviese un poco.

Por las ventanas entra un sol único del verano que se va.

¡Cada uno a sus puestos! parece decirnos una voz interna a todos en el mismo instante. Vanina vuela a la cocina a preparar sus delicias. Guarda en el freezer «la sorpresa»: postrecitos de tiramisú y de oreo que nunca probaré (desaparecieron en segundos). Avanza con su profunda alma de chef.

Mi cuñada decora el salón. Es una experta. Ayuda a mi hermano a armar las mesas con sus sillas y sacar algunas al patio. «Está hermoso el día. Van a querer estar todos afuera», me sugieren. Gastón enciende el equipo que mi amiga Stella trajo el jueves atravesando el conurbano y la ciudad. El aire se llena de nuevos colores.

A Pía le tocan los globos y se la banca estoica. Llega Sole y suma aire también. Acomoda prolijamente el ‘combo panchos’ que reservó mi hermano Ezequiel y los souvenirs de la Doctora Juguetes que armamos juntas un mes atrás.

Un poco anárquica como siempre, hago de todo un poco mientras los abrazo con la mirada. «¿Dónde dejé las llaves del salón?» «Dejalas con los celulares, Val!» «Má, acordate de las toallas y traé más repelente» «Si, hija, tranquila». «¿Está bien de globos o inflo más?» «Inflate un par de fucsias» «Hola, pasen y armen la cama elástica por ahí…»

Son las 5 de la tarde. En media hora caen los invitados. Pía sale como un rayo a buscar a Eva. Vani le pone los últimos corazones a la chocotorta. Sole arma una fila de globos en la entrada y empieza a cambiarse. Carla y Gastón se van a buscar al resto de la familia. Abrimos una cerveza para brindar.

Eva llega con sus primas y enciende su cara de sorpresa cuando ve su salón-pelotero-consultorio. Se pierde entre sus juegos preferidos. La veo disfrutar al sol…

La cadena infinita de manos ayudando se cerró pasada la medianoche. El cumpleaños de mi hija fue otra vez como la fiesta de una megafamilia disfrutando de una comilona hasta que se apagan las luces.

A la madrugada imaginé todo en cámara rápida. Hubiese sido genial vernos en acción de principio a fin. También, me quedé pensando que la realidad volvió a derribar una de mis teorías. No es cierto que los humanos nos estemos transformando en ombligos enormes en los que nos perdemos mientras al lado pasa la vida. La nuestra y la del otro.

Quizá sea cierto lo que me dijo una amiga horas después del festejo: «Eva es como un triunfo de muchos». No hay ombligo que le gane al amor.