Ajedrez maternal

A Lili (la señora que cuida a Evangelina como si fuese su abuela) le duele mucho la panza y no viene hoy. Viene su hija, Mari que también la quiere mucho y que la va a llevar al jardín al mediodía. Pero Mari no puede ir a la salida. Entonces le mando un S.O.S. a Iara, la mamá de Sofi, una de las mejores amigas de Eva y Iara me cuenta que la nena está con fiebre. Que no va al jardín ni a natación pero que ella igual puede ir a buscar a mi hija a las 18.30 a la pileta. Que la suya puede quedarse con su papá y que lo que tiene no es contagioso. Mi hija se quedará con ellos hasta la noche cuando la pase a buscar al salir del trabajo. En mi trabajo me dan el ok para ausentarme un par de horas. Así que hoy voy a buscar a Eva y el resto, ya está organizado.

No es la primera vez que en un segundo y sin anestesia se mueven las piezas del tablero de nuestra rutina y hay que recalcular. Le contaba a una amiga que aunque siempre descoloca, ya me tomo los movimientos bruscos con más tranquilidad. Eva está más grande. Entiende los cambios. A veces llora porque no estoy y me pide que esté en los momentos que no suelo estar. Y hoy voy a estar.

Estoy cuando sale del jardín y no lo puede creer. Estoy para explicarle que solo me quedo un rato y que después se va a la casa de su amiga Sofi. Estoy para ponerle la malla floreada y la gorra de tela (las de látex son crueles con los rulos). Estoy para verla entrar al agua como si viviera en ella (¿guardará bellos recuerdos en mi panza?Ojalá). Estoy para charlar con las mamás que cuentan, como todas, sus películas familiares con papás normales, ausentes o estresados. Estoy para sacarle mil fotos aunque no se pueda.

Ella hace las piruetas de siempre y más. «Es que hoy estás vos», me dicen las mamás. La profe le presta su gorra plateada que increíblemente le entra! y me gesticula a través del vidrio que la compró en Brasil. «Tendremos que viajar a comprar una», le respondo también con señas.

Es hora de irme. Llega Iara y hacemos la posta a las seis y media clavadas. Saludo a Eva y ella me hace un gesto de «después me venís a buscar?». Levanto el pulgar. Asiente y vuelve a zambulirse en su mar.

Seguramente llegaré molida esta noche. Escribo en el que taxi que me lleva al canal otra vez. La calle es una multitud que marcha hacia Plaza de Mayo a decirle NO al 2 x 1. Me llevo una nueva imagen de mi hija. Mi Reina se mueve libre en nuestro tablero y eso siempre es una tranquilidad y una bendición. Por hoy, Jaque Mate.

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Llega el ascensor. Subo dos valijas, un bolso térmico, la guitarra nueva de Eva y cinco cajas de sandwiches. Eva ayuda. «¡Agarrá el bolso celeste, hijita! ¿Podés?» «Sí, mamá» «¡Chau casita!» Nos espera el auto. Arrancamos a los 10 minutos.

A las 15 cuadras se sube mi amiga Vanina. Llenamos el baúl con tortas que no corren riesgos. El bolso térmico se completa con una «sorpresa» que Vani no quiere develar hasta el final del cumpleaños de Eva.

Me llegan fotos al celular desde Temperley. Mi hermano Gastón y mi cuñada Carla coparon la cocina de mis viejos con cajones de bebidas. Mi hermana Soledad me escribe que llega un poco más tarde porque tuvo un alumno de inglés.

El viaje es rápido. Llegamos al sur. Descargamos todo en el salón. Paramos para comer en lo de mis viejos y seguimos. Eva se queda con mi mamá y sus primas que hace rato la esperaban. Salvo Pía que viene a ayudar.

El salón es más que un salón. Es la sociedad de fomento a la que íbamos de chicos con mi abuela Carmen. Potreábamos e izábamos banderas los días patrios. El lugar cambió muchísimo y, sin embargo, cada vez que traspaso su puerta es como si mi abuela volviese un poco.

Por las ventanas entra un sol único del verano que se va.

¡Cada uno a sus puestos! parece decirnos una voz interna a todos en el mismo instante. Vanina vuela a la cocina a preparar sus delicias. Guarda en el freezer «la sorpresa»: postrecitos de tiramisú y de oreo que nunca probaré (desaparecieron en segundos). Avanza con su profunda alma de chef.

Mi cuñada decora el salón. Es una experta. Ayuda a mi hermano a armar las mesas con sus sillas y sacar algunas al patio. «Está hermoso el día. Van a querer estar todos afuera», me sugieren. Gastón enciende el equipo que mi amiga Stella trajo el jueves atravesando el conurbano y la ciudad. El aire se llena de nuevos colores.

A Pía le tocan los globos y se la banca estoica. Llega Sole y suma aire también. Acomoda prolijamente el ‘combo panchos’ que reservó mi hermano Ezequiel y los souvenirs de la Doctora Juguetes que armamos juntas un mes atrás.

Un poco anárquica como siempre, hago de todo un poco mientras los abrazo con la mirada. «¿Dónde dejé las llaves del salón?» «Dejalas con los celulares, Val!» «Má, acordate de las toallas y traé más repelente» «Si, hija, tranquila». «¿Está bien de globos o inflo más?» «Inflate un par de fucsias» «Hola, pasen y armen la cama elástica por ahí…»

Son las 5 de la tarde. En media hora caen los invitados. Pía sale como un rayo a buscar a Eva. Vani le pone los últimos corazones a la chocotorta. Sole arma una fila de globos en la entrada y empieza a cambiarse. Carla y Gastón se van a buscar al resto de la familia. Abrimos una cerveza para brindar.

Eva llega con sus primas y enciende su cara de sorpresa cuando ve su salón-pelotero-consultorio. Se pierde entre sus juegos preferidos. La veo disfrutar al sol…

La cadena infinita de manos ayudando se cerró pasada la medianoche. El cumpleaños de mi hija fue otra vez como la fiesta de una megafamilia disfrutando de una comilona hasta que se apagan las luces.

A la madrugada imaginé todo en cámara rápida. Hubiese sido genial vernos en acción de principio a fin. También, me quedé pensando que la realidad volvió a derribar una de mis teorías. No es cierto que los humanos nos estemos transformando en ombligos enormes en los que nos perdemos mientras al lado pasa la vida. La nuestra y la del otro.

Quizá sea cierto lo que me dijo una amiga horas después del festejo: «Eva es como un triunfo de muchos». No hay ombligo que le gane al amor.

Hijitis aguda

Ya la conocen. Mi pequeña es la morena de la frutilla que da vueltas y marca el paso. Diría su padrino Salvador -el adolescente escondido detrás de la señora jovial, Cristina, mi mamá- que ya entiende de ritmos y compases. Y es probable que sea cierto. Si algo lleva Eva en la sangre es música.

¿La vieron? No mira a su alrededor, no nos mira. O nos mira de reojo. Sabe que estamos ahí pero está en su mundo, en plan de «este es mi show» así que vos disfrutá y aplaudí, claro.

La nota había llegado hace tiempo en su cuaderno a lunares rojo del jardín. «Estimada familia: Los invitamos a compartir una clase abierta de música. Si no pueden venir los padres, recomendamos que venga otra persona significativa para la familia».

Y ahí estábamos.

Debo confesar que cada actividad social de mi hija me sigue despertando un sensación de felicidad profunda pero también abre un abismo de preguntas que inicialmente no tienen respuesta. Que llegan al final. En este caso, mi antes y su después fueron casi opuestos.

¿Qué hará Eva cuando nos vea entrar en la sala? ¿Se comparará con otros chicos con papá?
¿Qué hizo Eva? Sonrió con satisfacción pero sin estridencias. Después nos dio la espalda para concentrarse en lo suyo.

¿Querrá venir a upa en algún momento? No es normal verme en su espacio…
Nada de eso. La vi pasar con distintos instrumentos y entre puentes de brazos adultos. También, dar vueltas en rondas y tirarse al piso en un bote imaginario. Bailamos juntas el rock. No lloró.

¿Qué hará cuando nos vayamos? ¿Me querrá detener?
¿Qué hizo? Me agarró fuerte de la mano, me mostró sus piruetas en la trepadora y ruedas del jardín… Después, puso carita de ´te estás yendo´ hasta que apareció una de sus amigas invitándola a jugar con su Minnie. En segundos, desaparecimos de su mapa.

«Te podés quedar tranquila, hija. Es muy independiente. Con el padrino no lo podíamos creer», me calmó mi mamá tal vez percibiendo mi mundo de latentes dudas.

No es la primera vez que siento que mi hija es un milagro. Desde la panza ya la llamábamos «el milagro» con su papá y, cuatro años después, nada cambió.

Se lo recuerdo muy seguido cuando me agarra hijitis aguda. «Sos un milagro, Eva. Sos mi orgullo».
¿Y ella?…: «¡¡¿¿Otra vez mamá??!!!»

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Cartas a mi Maternidad

Siempre encontré cartas limpiando placares y en mudanzas. Algunas quedaron en el camino. Nunca pude descartar las cartas de mi familia y las que fui escribiéndome desde los últimos años de mi adolescencia.

Tengo una carta de la primera vez que me obligué a ir sola a Mar del Plata para enfrentar mi terror a la soledad. Tenía 26 años. La escribí en una lujosa habitación de hotel. Le pedí a la vida un poco de luz. Horas después cerré los ojos frente al mar y sentí el sol.

Tengo otra carta de hace 15 años, del día en que nació mi sobrino Salvador y en el que mi abuela Carmen confirmó que viajaba a La Coruña, su tierra, después de 70 años. Las dos noticias me despertaron mágicamente de una siesta oscura en la casa de mis viejos. Y escribí otra vez. En esas líneas suplicaba encontrarle un sentido a mi vida.

Tengo algunas cartas de los años que siguieron. Ya era periodista. Ya había aprendido a convivir conmigo. Ya viajaba por el mundo, tenía distintos amores y podía hacer la mayoría de las cosas que me propusiera hacer. La empezaba a pasar bien. Pero no era feliz.

Un día empecé a escribir sobre mi deseo de tener un hijo. Fue en una de mis crisis de los 30 y pico. Las primeras líneas fueron temblorosas y después avancé con trazos más firmes. De a poco fui entendiendo que por ahí estaba realmente yo.

Quizá siempre estuve escribiendo distintas versiones de lo mismo a lo largo del tiempo y no me di cuenta.

La última carta que escribí de puño y letra fue al volver de Atenas en 2011, el viaje en el que conocí a Amadou, el papá de mi pequeña. Estaba segura que estaba llegando el momento. Es una carta que ya no es mía, que forma parte de la historia de Evangelina. Tal vez ella la lea un día.

Releo mis cartas de vez en cuando. A veces me vuelvo a encontrar con ellas. Son como piezas de las que me fui desprendiendo pero que encajan en un proceso largo que terminó en mi Maternidad.

Muchas veces me pregunté qué hubiera sido de mí sin Eva, su estela de sol, su temperamento de mar y su alegría esencial. Es imposible saberlo pero es muy probable que me hubiese secado por dentro.

La carta que escribo hoy lleva grabada mi felicidad y mi firma con mayúsculas. Así me llaman muchos y lo recibo con infinito orgullo porque es lo que siento. Es mi nueva identidad.

¡Feliz Día para todas las Mamás y las que desean serlo!

Y, claro, ¡Feliz Día para mí!

Para siempre,

LA MAMÁ DE EVANGELINA LÓPEZ

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Sueños de chicos, sueños de grandes

Es una de mis nuevas versiones. Por alguna razón, ahora me emociono con las películas y las obras infantiles. Es probable que los guionistas estén apuntando eficazmente a mi alma de niña sensible. O, seguramente, que el alma alegre de mi hija me esté haciendo recordar el valor infinito de la imaginación y los sueños.

Me emocioné con «Mi Amigo el Dragón». Con la escena en la que el abuelo, su hija y su nieta descubren que no era fábula, que los dragones existen no solo en la fantasía. Que vuelan y duermen en algún lugar del bosque.

imageMe emocioné con «Mi Amigo el Gigante». Con las bolas de luz que guardan sueños de colores como tesoros y con la capacidad del gigante de mezclar esos sueños y hacerlos realidad en la cabeza y en la vida de niños, reyes y plebeyos.

Me emocioné con Zootopia. Con el triunfo del supuesto débil sobre el supuesto poderoso. Con el mensaje de «probarlo todo» hasta el final aunque la realidad parezca o sea adversa.

Me emocioné con «Poppy, guardiana de los sueños». Con la idea de que hay ángeles invisibles que ayudan a que no dejemos de soñar. En la obra, una chica vestida de hada azul me hizo llorar: «A ver papás… Cierren los ojos y compruébenlo. Van a ver que en algún lado quedaron. Piensen en el momento más feliz de sus vidas y se van a dar cuenta que ahí antes hubo un sueño». Los cerré y apareció la cara de Evangelina al lado de mi mamá, segundos después de nacer.

img_5255Ella sueña también. Despierta, con una bicicleta, patines, un set de pesca de Dory y su cumpleaños de 4 de la Doctora Juguetes. Dormida, con caramelos («Yo quiero comer caramelos!!!) y con sus amigos (supongo): «¡Chau, chau chicos! ¿Gracias a todos!» susurró una de las últimas madrugadas.

Eva siempre me hace reir. El día del hada azul me sequé las lágrimas en la oscuridad y le dije al oído que nunca deje de soñar. Ella asintió con vehemencia pero siguió en su mundo, sin dejar de mirar el escenario. El show siempre continúa y mi hija no se queda nunca detenida en mi nostalgia.

«Tengo 3 años y aprendí»

Así de claro. La de arriba es una de tus últimas frases de cabecera cuando te salen bien las cosas. Anteayer fue bajar en forma de puente de mi cama. También empezaste con los por qué. Anoche me llevó un tiempo explicarte que el frasco pintado con comics era un lapicero que me habían regalado.

Todo sigue pasando rapidísimo, hija. Ayer eras un bebé y hoy apenas me alcanzan los brazos para agarrarte.

Estás creciendo y creciendo. Quizá por eso me hayan venido a la cabeza estos días dos frases de amigos. «Capta su esencia en estos primeros años. Por dónde va en estado puro. Esa siempre va a ser ella aunque cambie con el tiempo»… «Lo que le estás escribiendo ahora, lo va a leer en el futuro y le va a ayudar a entender su historia»…

Fueron y son sabios consejos. Así que te voy a contar algunas de tus andanzas y gustos de tus 3 años ya camino a los 4 por si me olvido algún día.

* Te levantás muchas mañanas cantando. Te escucho desde el living, sonrío pero me quedo quieta. No voy al dormitorio. No quiero romper tu hechizo. No sé que canción cantás pero cantás. De noche y después de cenar, hacés gimnasia y bailás. Bailás sobre la mesita de Minnie o sobre un colchón que traés de la habitación. Suenan tus canciones en la casa y traspasan las paredes. Creo que los vecinos te escuchan pero te quieren tanto que no dicen nada.

image* En los últimos tiempos me sumaste a tu show… Ahora sos vos la que dice: «Señoras y señores, con ustedes la estrella del momento… Mamá López!!!!!!!!» Y ahí aparezco yo con todos los pelos revueltos y tu micrófono. Cuanto más desopilante estoy, más te hago reir. Así que me esmero cada día para escuchar tu carcajada aunque, te confieso, ser desopilante me sale fácil.

* Decís muy seguido «¡Tengo una buena idea!» y ahí hay que agarrarse. Porque puede ser desde algo simple como hacer una torta o ir a comprar globos a la esquina hasta treparte como el hombre araña a tu casita o ver una película comiendo papas fritas un día de semana a las 2 de la mañana. El ritual incluye estar tiradas en el piso tapadas con mantas que llamás «capas».

* En estos días de vacaciones de Invierno querés venir a mi trabajo a «hablar» con mis compañeros. De hecho ya conversaste con varios de ellos por teléfono. No sé si es que me extrañás o estás aburrida pero querés acompañarme. Aunque estuviste pocas veces, el canal parece ser un espacio que conocés. ¿Serán las corridas que compartiste conmigo desde la panza?

* Te gusta hacerme un lugar al lado tuyo para ver la tele, la compu, leer. «Vení mamá! Te hice un lugar!» «Vení mamá! Cerrá los ojos!» Porque además me armás todo el tiempo «sorpresas». A veces son tus mismos juguetes envueltos en servilletas. Hace unos días trajiste una etiqueta suelta, me dijiste que era un regalo y que tenía escrito «Valeria López y Evangelina López, siempre juntas». Imaginarás lo que siguió. Sí, lloré.

* Extrañamente no hacés tanto foco en los negros que pasan a nuestro lado como antes. Tampoco hablás ni preguntás por tu papá. Aunque hago el esfuerzo para que no se note, tal vez te estoy transmitiendo mi desilusión y rechazo por él y me siento culpable. Después pienso que es imposible tapar las sombras… Tal vez vos también te sientas desilusionada y no sepas todavía cómo ponerlo en palabras.

* Me pedís seguido que te hable en inglés.Y te hablo en inglés. Es cuando agradezco a tus abuelos por haber hecho el esfuerzo en su momento de darnos todo lo que podían, entre otras cosas una buena educación.

* Seguís amando los festejos. Inventás cumpleaños. Ponés servilletas, vasos y bolsitas con caramelos. Ya me anticipaste que querés que tu fiesta de los 4 (faltan 8 meses) sea de la Doctora Juguete o ¿¿¡¡Spiderman??!! También, en los cumples de verdad te mimetizás con los otros. En el último hiciste trencitos y rondas con los grandes. Fue alucinante verte entrar y salir del balcón como un vagón humano más. «Esta nena sí que disfruta la vida», me dijo uno de los invitados…

Hace frío, hija. Llegué a casa y estabas dormida. Me dijo Lili que tosiste un poco durante el día pero que jugaste más, así que no hay mucho de qué preocuparse. Por las dudas, te hice un vapor mientras soñabas. Y salí entre las nubes que se formaron en el baño mientras te tapaba con tu «manta-capa» de los sapos.

Es cierto que un día vas a leer y a entender. Cuando ese día llegue sabrás más de vos, de mí, de nosotras.

Y si ese día llegó, leé lo que sigue con intensidad: ¡Seguí amando la vida, sol de mi vida! Que ese sea siempre tu victorioso norte.

Va de vuelta, aunque sea cargosa…

Te amo hasta el infinito

Mamá

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De principios y finales

El tiempo define.

10 de julio de 2012, Atenas.

– «Voy a llorar todo lo que tenga que llorar. El último viaje me contuve y me agarró pánico en el avión…»

– «No llores. Yo también estoy mal y vamos a terminar llorando los dos. Prometémelo y te lo prometo. Nos vamos a volver a ver»

Por supuesto se lo prometí y lloré. Lloré mucho. Estábamos sentados en un moderno asiento en la puerta del aeropuerto Elefthérios Venizélos. Era Verano en Atenas. Y ahí estábamos los dos, mirándonos con profunda tristeza.

Antes de subir al avión, le prometí también a Atenas que un día iba a volver. Ya sentada, empecé a escribir nombres de futuros hijos en un libro y la angustia paró. No hubo pánico. No sabía que estaba embarazada. Tal vez ya desde algún lugar, Evangelina detenía el dolor y me llenaba de alegría. Como ahora.

10 de julio de 2016, Buenos Aires.

Es un domingo invernal y Eva duerme. Tengo el recuerdo de ayer. Mi hija «debutando» con un karaoke a capella en el cumple de la tía Vani con uno de sus temas de cabecera: Libre Soy… Cerquita, el tío Rodo y su amigo Lucca. Fue un gesto de justicia de parte de Eva –pienso– compartir con ellos ese momento. Entre otras vivencias, Lucca le dio el primer beso y Rodo la cuida y quiere como si fuese un tío de sangre.

Eva se despierta y la casa brilla. Se prepara para ir a lo de uno de sus amigos. Quiere llevar el monopatín. Veo llamadas perdidas de su papá.

Desde el Día del Padre y, aunque estoy segura de que nunca leyó la carta que le escribí, Amadou llama día por medio y varias veces. Probablemente tenga celular nuevo. Usa más el whatsapp y puso una foto de las dos en su perfil. No es la primera vez que siento que quiere recuperar el tiempo perdido. Pero pasaron cuatro años y una eternidad desde el día del aeropuerto y ya es tarde. Eva escucha o le cuento de los llamados y le cuesta atenderlo y yo ya no necesito hablar más con él.

En estos días mi hija siguió aprendiendo que en la vida se gana y se pierde. Perdió en un juego en el que siempre gana. También lloró pero dos segundos después volvió a sonreir.

Creo que también ya sabe agradecer y contener al otro sin estruendos. Cuando hace unos días le contaba bajito a otra amiga que se habían terminado las palabras con Amadou, que el final había llegado, ella dejó por un minuto sus masas y sin mediar palabras, me abrazó.

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La felicidad en un instante

Son más de las cuatro y media y salgo como una tromba del trabajo para buscar a Eva. Ella sale puntualmente a las cinco y diez del jardín y Constitución no está tan cerca de Once cuando tenés poco tiempo.

Hace calor. El poncho invernal sobra. Trepo al subte corriendo. Y corro por los pasillos hasta hacer la combinación. No me sobra el aire pero tampoco me falta. Respiro hondo y sigo. Son excepcionales las veces que puedo ver a mi hija salir de la escuela. Tengo que llegar.

5.02 p.m. Estación Congreso. Veo a un señor con turbante y a una nena de la edad de Evangelina haciéndole morisquetas a otro señor de barba. Eva también lo hace. A veces le saca la lengua a los desconocidos que insisten con caerle en gracia y terminan molestándola.

5.05 p.m. Estación Alberti. Estoy cerca. Subo las escaleras. Cruzo Rivadavia y registro el caos de tránsito y los puestos de juguetes, ropa, electrónica… y personas y personas caminando apuradas para llegar rápido a algún lugar. Como yo.

5.09 p.m. Esquina del colegio. Veo a algunos chicos caminando con uniforme. Ya salió la sala de 2. Desde lejos diviso a las mamás de los amigos de mi hija charlando. No salieron todavía. Se sorprenden cuando me ven. Las saludo, quieren hablarme, les pido disculpas y las atravieso como un rayo. «¡Perdón! No vengo seguido y quiero verla salir». Me entienden. Respiro un poco. Estoy transpirando. En la puerta está Lili, la señora que cuida a Eva, ya una especie de abuela postiza. «Pensé que no llegabas»… «Yo también…».

5.10 p.m. Justo a tiempo. A través de la puerta transparente veo los rulos de mi hija bajando la escalera y ya no veo a nadie más. Me pasó pocas veces: el amor hace que vea solo a quien amo y desaparezca el resto. Eva está en su mundo como siempre. Observa. Sube y baja los escalones. No se cansa nunca, pienso. Juega con sus compañeros. Me ve.

Dicen que la felicidad es un instante. Mi instante de ayer fue ese instante. Mi hija empezó a saltar haciéndole honor a la sala Canguros y a señalarme. Después, fue haciéndose espacio hasta llegar a la puerta transparente y nada la detuvo: ¡¡¡¡Mamaaaaaaaaaaaaaaaaaá!!!!!

Recuerdo su cara al alzarla con una expresión que no puedo definir con palabras. Después, en mi nebulosa de amor, saludé a un hombre que se me acercó y me dijo que era el papá de Sofía, una de las mejores amigas de Eva. También a la mamá de Dante que, como ya sabe que a mi hija le gusta cocinar, la invitó a hacer spaguettis pronto. Nos fuimos entre voces pequeñas gritándole desde algún lado «Chau Eva». Ella me pidió caballito y nos fuimos cantando.

Durante un largo rato sonrió. Sonreímos. Como en otros momentos únicos, quizá ella también haya tenido un instante de felicidad.

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Los abrazos de los abuelos

A mi papá le costaba abrazar. Le salía cuidarnos con palabras (pocas) y acortaba las distancias con su ironía única y con su risa, una de las más contagiosas que conozco. Su estar era acompañando. Lo recuerdo (un recuerdo entre tantos) llevándonos todas las mañanas de sol, lluvia o frío al colegio hasta que terminamos el secundario. La que abrazaba era mi mamá. Estaba en todos los detalles. Nos creaba mundos únicos para nuestras mentes de niños. Más allá de sus diferencias, con mis hermanos sabíamos que cada uno hablaba su idioma y que tenía su manera de queremos «hasta el infinito».

Eva y papá en el sillónLos años y los nietos los volvieron parecidos. ¿O ya lo eran? Ahora los abuelos abrazan. Su casa es la segunda casa de nuestros hijos. Ahí ellos encuentran desde un asado y buena música hasta ayuda en las tareas, una cama para dormir y consejos de vida para todas las edades. Cada vez que veo a mis viejos en el rol de abuelos siento que estuvieron preparándose desde los 20 años para tener la casa llena de nietos casi todos los fines de semana.
Eva es la última nieta y la que vive más lejos. Pero algo pasa entre ellos: «La Negri» siempre se acuerda de «los abuelitos Titi y Pichi» y viceversa y cuando están juntos se sostienen y potencian.

«¡Qué cara seria tenés, abuelito!» «¡Reíte!» descubrió hace poco Eva a mi papá mientras él, pensativo, le acariciaba los rulos en su sillón de «rey de la casa» que comparte solo con elegidos. Lo vi muchas veces conmoverse con ella y sus salidas. Lo vi bailar si Eva se lo pide. También regalarle flores de su jardín y hacerle a la parrilla todo lo que a ella le gusta. Después de lo de «cara de serio», trata de sonreir siempre. Las muecas de los estados de ánimo ya son un juego entre los dos.

eva y mamáMi mamá desarrolló con creces su vocación de maestra con sus nietos. Eva aprendió con ella números nuevos, se metió de lleno en el mundo de los libros, las tizas y los pizarrones y mucho más. Arma con su abuela obras de títeres (sí, mi mamá les compró un mini teatro a sus nietas) y aprendió a bajar la larga escalera que lleva a las habitaciones de su casa que tanto me aterrorizaba. También supo que existe un señor que se llama Jesús y que está en la cruz.

Cuando Eva cumplió un año ellos coincidieron en un deseo: disfrutarla lo más posible. Mi hija ya tiene más de tres años y vivió y vive momentos únicos con ellos. Enumerarlos sería imposible.

c15En el último año, Eva durmió varias veces abrazada a su abuela viendo dibujitos. La acompañó a la iglesia donde es una especie de mini rock star y se subió a helicópteros y trenes en miniatura que despertaron con fichas… También estuvo con la abuela Titi en La Coruña, el lugar donde nació su mamá, mi abuela Carmen. Recorrieron sus callecitas de la mano, jugaron en las plazas del Puerto, chapotearon en el mar…

Con mi papá, el hilo conductor es maravillosamente la contención y el abrazo. De ahí surge el resto. El la cuida como una joya exótica, le hace masajes en la espalda y la cabeza para que se calme, la mima con la ternura que evidentemente siempre tuvo y ahora puede compartir. Hace unos días lo escuché susurrarle a mi mamá que, a pesar de que le dolía la cadera, quería llevar a Eva a caballito por la calle porque ella se lo había pedido. No es la primera vez que hace el esfuerzo.

Eva les responde con amor en distintas formas. Recordarlos cuando no los ve es una de ellas. Anoche partió su hamburguesa en dos para «los abuelitos». Ella no lo sabe pero sigue cumpliéndonos deseos profundos. Como pidieron, los abuelos ya la están viendo desplegar las alas de lo que –anticipan– será una «futura atleta».

La resistencia de las mamás solteras

Todavía no nos ven. Caminamos con la frente alta pero preferimos mimetizarnos con otras y otros y ahí vamos. A veces tenemos la mirada un poco cansada pero no se preocupen, no es nada grave. Seguramente nuestros hijos se acostaron tarde o se levantaron temprano o tal vez tuvieron fiebre y no pudimos dormir bien.

Quizá no nos vean pero aquí estamos. Somos fuertes. Nos doblegan pocas cosas. Una, diría: que a nuestros hijos les pase algo. Sentir que no estamos haciendo todo lo que podemos para que ellos sean felices. Percibir que les duele la ausencia de papá. Su felicidad es lo único que nos importa, se los aseguro.

Somos miles en todo el mundo. De 20, de 30, de 40… Si nos juntáramos podríamos crear un país. Tenemos historias, idiomas y vidas diferentes pero compartimos el instinto animal de la leona, el de todas mamás que aman. Ni se te ocurra molestar a nuestros cachorros.

Somos las mujeres de la sonrisa de la plenitud incorporada (¿la podés ver?). Nuestro deseo se hizo realidad. Nos emocionamos todo el tiempo con cada paso de nuestros pequeños. Nos explota el corazón. No nos quejamos. No nos van a ver llorar porque las lágrimas quedaron en el pasado o lo hacemos de noche cuando nadie nos ve.

Hemos sobrevivido a varias batallas. Somos guerreras y sabemos pedir ayuda. No nos tengan piedad, ni miedo ni envidia. Es un consejo. No nos afecta.

Maduramos con nuestros hijos mientras ellos crecían en la panza. Y después y ahora seguimos creciendo a la par. El tiempo pasa y, sin embargo, ellos nos hacen sentir más jóvenes y enérgicas que antes. Capaz se nos note… Nos conectan con una niña parecida y diferente a la que fuimos. Tenemos la alegría a flor de piel.

Quizá no nos vean y no hace falta. Nos guían los ojos de nuestros hijos como estrellas. Y para ellos tenemos guardado el sol.